«La noche de las estrellas» (Paco Iranzo)

En Viella, aquella noche de finales del mes de abril no corría ni una brizna de aire y la temperatura era bastante agradable, a pesar de que en esa época del año y por aquellas latitudes aún suele hacer frío. La serenidad reinaba por completo en todo el Valle de Arán debido a esa calmosa quietud, pero también al excesivo novilunio, que sumía a la noche en una oscuridad extrema. Y gracias a la Luna Nueva, y a que no había ni una sola nube en la atmósfera, se podían ver por el cielo millones de temblorosas, aunque gigantescas sin duda, estrellas que le proporcionaban majestuosidad, a la vez que sensación de misteriosa infinitud.

En el interior del cuartel de la Compañía de Esquiadores y Escaladores, un hondo silencio se había adueñado de todos los rincones de sus pétreas y elegantes edificaciones, las cuales lucían, orgullosas y fieles al estricto estilo aranés, angulosos tejados de pizarra negra y vistosas buhardillas con ventanales de madera clara de abeto. Tan sólo las juguetonas aguas del todavía joven Garona, que bajaba desde el alto de Beret cargado ya de deshielo y franqueaba al cuartel de este a oeste por su linde norte, parecían querer suavizar la gravedad de aquel silencio con húmeda musicalidad.

En medio del rectángulo perfecto que formaba el Patio de Armas, frente a la residencia de los oficiales y de espaldas a la nave de la cantina, los soldados de tropa del 85-86, divididos en dos secciones, nos hallábamos formados en posición de descanso, con el reglamentario Cetme asido por la bocacha con la mano izquierda, el habitual uniforme verde oscuro de campaña con la camisola arremangada casi hasta los hombros, trinchas, cartucheras, una pequeña mochila a la espalda -en la que no podían faltar ni la pala ni el chubasquero- y, calado hasta las cejas, un inquietante casco militar de combate, que a mí me empujaba las gafas de fino alambre que portaba y me las hacía resbalar nariz abajo, lo que me obligaba a mantener siempre bien erguida la cabeza. Además, habíamos mimetizado nuestros rostros, brazos y manos con una serie de irregulares rayas negras realizadas con tapones de botella quemados, las cuales desfiguraban nuestros semblantes y ocultaban la delatadora tez blanquecina de la piel ante posibles enemigos nocturnos en el campo de batalla.

En cada una de las dos secciones, el oficial al mando pronunciaba una arenga ante lo que iba a ser un orden de combate nocturno. Las instrucciones que a nuestra sección, la segunda, proporcionaba el teniente Pedraza estaban siendo muy claras y precisas, sobre todo en lo referente a cómo nos habríamos de comportar cuando saliéramos a las calles de Viella: nos colgaríamos el Cetme alrededor del cuello y del hombro, aflojando al máximo la cincha; asiríamos la bocacha con la mano derecha y llevaríamos el fusil apuntando hacia el suelo; iríamos corriendo y arrimándonos a las paredes de los edificios para llamar lo menos posible la atención; y cuando tuviéramos que cruzar una calle lo haríamos agachándonos entre los coches estacionados. Y siempre con la máxima discreción y tratando de asustar lo menos posible a las viejecitas que pasaran por la calle (al teniente Pedraza le gustaba poner un poco de humor sarcástico en sus palabras).

La creciente excitación en todos nosostros se reflejaba en que cada vez nos movíamos más en formación, lo cual iba en contra de los cánones militares, pues aún siendo aquella una formación en «Descanso», no era «A discreción», y ahí tenías que permanecer tan inmóvil como una estaca clavada en el suelo. El teniente nos miraba con aquellos ojos tan saltones que tenía y parecía que se le fueran a comer los demonios. Por eso, más de una vez nos llamó la atención diciendo que nos estuviéramos quietos, coño… El teniente era muy amigo de la más ortodoxa disciplina militar; no en vano, cinco días atrás a mí me había metido cuatro días de arresto por no haber mantenido la posición de «Firmes» mientras se estaba pasando revista en la nave donde dormíamos. Lo cierto es que yo me encontraba cansado porque, además de aquellos cuatro días de arresto, que ya había cumplido, aquella misma tarde había salido de guardia y llevaba algunas horas de sueño atrasadas. Pero aquello era Viella y había que aguantar.

De repente, el teniente ordenó: «¡Firmes…!», y el golpetazo que se oyó al pegar con la mano derecha contra la madera protectora del fusil produjo un eco en el patio que duró varias décimas de segundo, «¡…Ar!», y en la formación parecía que hubiera sólo un soldado, pues no se escuchó más que un único taconazo que provocó un nuevo eco, éste algo más duradero que el anterior. El orden cerrado lo dominábamos a la perfección. Luego, mandó «¡Derecha!» y por la izquierda, en columna, fuimos saliendo del Patio en dirección al Cuerpo de Guardia y a la puerta de salida del cuartel.

Una vez en el exterior, la primera sección marchó hacia la izquierda, en dirección a Betrén y Escunhau, mientras que nosotros lo hicimos hacia la derecha, hacia el centro de Viella. Cruzamos hasta la acera de enfrente y, pegados a las fachadas de las casas, enfilamos la acera corriendo uno detrás de otro hacia la Plaza de San Miguel y luego a la de España, ya en las proximidades del nervioso y escandaloso río Nere, que unos metros más abajo se estrella violentamente contra el más relajado Garona. Desde allí, nos internamos por una empinada y oscura calle que, paralela al río y en dirección sur, sale de Viella hasta que se convierte en un pedregoso e incómodo camino que sigue y sigue y sigue hacia arriba y que si te descuidas te lleva hasta el mismísimo Puerto de Viella. Unos cuantos pasos después, nos detuvimos en una pequeña explanada que había a la derecha, entre el camino y el río. Viella, tranquila y silenciosa, había quedado a retaguardia.

Una vez instalados en la explanada, el teniente ordenó que nos sentáramos en el suelo formando una media luna delante de él, porque nos iba a explicar en que consistía la instrucción. Se trataba de que nosotros, agrupados en patrullas de a cuatro, con un cabo primero mandando cada patrulla, teníamos que internarnos en el prado y avanzar por él en sentido oeste-este, con sumo cuidado de no ser vistos ni oídos por los miembros de la otra sección, los cuales estarían apostados y prestos a capturarnos, y a abrir fuego si era necesario, para evitar que llegáramos sanos y salvos al destino final, que era la explanada situada encima del pueblo de Betrén. Para ello tendríamos que movernos muy lentamente sin hacer ruido en la espesura de los prados y reptando cuando hiciera falta. Nos repartirían cargadores de fogueo y los tenientes nos estarían supervisando desde el camino que, partiendo del nuestro unos metros más adelante, y en dirección este, de espaldas a Viella, atravesaba el denso follaje a la falda de la montaña de la Tuca y llegaba hasta Betrén (este camino no hay que confundirlo con otro que está situado algo más arriba, ya dentro del bosque de abetos, y que, en realidad, es una pista forestal que lleva hasta la antigua estación de esquí de la Tuca). Las patrullas saldrían a intervalos de dos minutos y avanzaríamos, no en hilera, sino en batería, dejando siempre una distancia prudencial entre cada uno de los miembros de la misma patrulla. El jefe de patrulla mandaba y lo que él ordenara iba a misa. Y en cuanto oyéramos el más leve ruidito, todos al suelo y sin moverse. El ejercicio consistía, en resumidas cuentas, en pasar por entre las líneas enemigas sin ser vistos ni oídos y llegar al punto de reunión. La verdad es que aquello prometía.

Como se suponía que la primera sección aún no estaría preparada, el teniente decidió que nos quedáramos un rato más en aquel lugar para cotemplar el tremendo espectáculo de luces que estaba teniendo lugar a unos cuantos años luz por encima de nuestros cascos de combate y, de paso, enseñarnos algo de orientación nocturna. La atmósfera por aquellas latitudes aranesas, tan alejadas del mundanal ruido y gentío, era tan limpia que en el oscuro cielo de la noche se podía ver todo aquello que tuviera algo de luz. Vimos varios fulgurantes cometas que pasaron veloces y silenciosos sobre nuestras protegidas cabezas, y también vimos algún que otro minúsculo satélite artificial avanzando a toda máquina por el espacio sideral. Pero las estrellas captaron toda nuestra atención. El teniente Pedraza, que parecía hombre muy entendido en cuestiones de astronomía, comenzó a darnos los nombres y las señas de muchos de los prodigios cósmicos que se daban cita sobre nosotros y a describir las figuras que formaban las constelaciones de estrellas con verdadero entusiasmo, y fue una delicia escucharle:

-Justo encima de nosotros está la Osa Mayor, ¿la véis? Son esa cuatro estrellas que forman un cuadrado enorme y tiene además una cola formada por otras tantas -nos explicó-. Hacia la izquierda veréis también otra constelación que parece otro cachirulo, pero éste mucho más pequeño que el anterior y que tiene la cola orientada en dirección contraria, ¿lo véis ahí?… Pues ésa es la Osa Menor, y la última de las estrellas de su cola, la más brillante, es nuestra estrella polar, la que nos marca siempre el norte geográfico, y se llama Polaris. Con ella nos podemos orientar perfectamente bien durante la noche, porque se ve en cualquier época del año, ¿está claro? -Luego añadió:- Bueno, y que sepáis que aquí en nuestro hemisferio norte, la estrella polar no será siempre Polaris; algún día lo dejará de ser y después volverá a serlo otra vez, pero eso será después de varios miles de años, por lo que no os debe de preocupar ya que para entonces muchos habréis acabado ya vuestro servicio militar -el teniente Pedraza, además de ser un tío muy instruído, era también un cachondo. Y prosiguió:

-Ese grupo de estrellas que está a la izquierda de la Osa Menor y tiene forma de «M» es Cassiopea, y según la época del año tendrá forma de «M» o de «W» -muy curioso, pensé-. Y entre Cassiopea y la Osa Menor, si os fijáis, hay otro grupo de estrellas que tiene forma de casa con tejado, con su puntiagudo vértice entre la estrella polar y Cassiopea, ¿sí o no? ¿Lo véis que tiene forma como de casita del Valle de Arán?…, pues eso es Cepheus -aseguró-. Y por arriba de Cepheus está Perseus y más a la izquierda Andrómeda, aunque no se acaban de ver del todo bien porque hay demasiadas estrellas. ¿Qué, os gusta o qué? No me digáis que no es interesante el temita…

A mí, la verdad, me entusiasmaba. Cassiopea, Cepheus, Perseus, Andrómeda… Allí estaba toda la familia convertida en constelaciones de estrellas, y Cassiopea era la más llamativa de todas. Cassiopea…, la gran denostadora, la afrentadora por excelencia, la más presuntuosa de todas las madres del mundo, que se atrevió a decir que su hija Andrómeda era más bella que las mismísimas Nereidas… Poseidón, como no podía ser de otro modo, la castigó enviando a las costas de Etiopía a un monstruo marino, Ceto, que provocó inundaciones y causó muchas muertes y grandes devastaciones. Finalmente, Cassiopea y su esposo, Cefeo, rey de los etíopes, obedeciendo al oráculo, encadenaron a su hija Andrómeda -la pobre Andrómeda…, la víctima propiciatoria…, la sacrificada…, la gran inmolada…- a una roca en el mar como sacrificio por la ofensa proferida por Cassiopea. Pero faltaba un final feliz, y éste lo trajo Perseo, el semidiós, el hijo de Zeus y Dánae, que en su haber tenía el haberle cortado la cabeza a toda una gorgona como lo era Medusa, y que, de vuelta a su hogar, en Séfiros, volando sobre sus mágicas sandalias, se encontró a Andrómeda encadenada en medio del mar. Se enamoró de ella, la soltó, mató al monstruo con su también mágica espada y, mostrándole la cabeza de Medusa, lo convirtió en piedra. Luego desposó a Andrómeda y, juntos, tuvieron siete hijos, los Perseidas, de los cuales, Perses fue rey de los persas. Cuando murieron Cassiopea y Cefeo, Poseidón los puso en el cielo convirtiéndolos en constelaciones y, después, para rememorar uno de los más bellos episodios de la mitología griega, hizo lo propio con Andrómeda y Perseo.

Y es que el cielo está lleno de las más fantásticas e increíbles historias que una mente humana de las normales nunca habría podido inventar. Hubiéramos pasado horas y horas allí mismo contemplando el cielo, su belleza, su profundidad, su misterio, preguntándonos cómo puede una cosa ser infinita en el tiempo y en el espacio, y cúantos mundos y cúantos dioses han habido y pueden haber en el Universo, de no haber sido porque el teniente Pedraza pensó que había llegado el momento de ponernos en movimiento. De un salto se puso en pie y nosotros hicimos lo propio. Enseguida, comenzó a nombrar a los jefes de patrulla. Después, éstos se pusieron a captar a sus subordinados y a mí me tocó con un primero muy majo, al que apodábamos el «Negro» (no porque lo fuera, sino porque la tez de su piel era algo oscura), un amiguete de camareta, al que llamaremos «K», y otro compañero del reemplazo posterior al nuestro (al cual no voy a ser yo ahora quien le llame conejo). Nos repartieron los cargadores de fogueo, no sin antes darnos algunas instrucciones, como no utilizarlos cerca de alguien o no apuntar directamente a nadie.

Cuando el teniente terminó de dar sus consignas miró hacia el grupo en el que me encontraba yo y, en ese preciso instante, el bueno de Morfeo me señaló con su mágico, onírico y divino dedo y me hizo pegar un pedazo de bostezo de padre y muy señor mío por el que casi se me queda enganchada la mandíbula de abajo y que, de no haber sido por la cerrada oscuridad de la noche, hubiera puesto de manifiesto todas mis ingratas entrañas. Pero el teniente me vió bostezar y dijo:

-¡Joder, Iranzo, vaya manera de bostezar!… ¿Es que tienes sueño o qué? -yo me tapé en seguida la bocaza y me hice el loco mirando hacia otro sitio.

Y en patrullas comenzamos a deslizarnos entre la hierba como auténticos reptiles. No tenía que importarnos nada si hacíamos resbalar nuestras mejillas sobre un montón de barro o si con ellas rompíamos algunas de las perfectas construcciones que formaban las grandiosas y gigantescas heces de vaca, a las que nosotros denominábamos «minas», y que solían permanecer muy olorosas. Aquella noche nos hartamos de reptar y nuestros huesos, músculos y tendones se dieron perfecta cuenta de lo que aquello significaba. Para reptar tenías que avanzar arrastrando literalmente el cuerpo sobre el suelo moviendo a juego los brazos y las piernas y sujetando fieramente el fusil entre los brazos. Así anduvimos durante más de media hora, ganando metros sin levantarnos del suelo. Como cada patrulla había iniciado el avance a intervalos de dos minutos, no había ni rastro de los nuestros. Notaba que el sudor resbalaba por todo mi cuerpo de serpiente, especialmente por la cara, y mis gafas de miope se impregnaron de vaho y de chorros de sudor, lo que me hacía todavía más difícil ver tres en un burro. Por fin, llegamos a un repecho que formaba la terraza que separaba un prado de otro y nos apostamos en él para ver si teníamos el camino despejado por delante o si había algún signo de soldados enemigos por algún lado. El cabo primero asomó la cabeza con mucha cautela y, en seguida, la volvió a agachar.

-Vía libre -musitó-. Salgo yo primero, llego hasta unos matorrales que hay allí delante y me escondo. Os tiro una piedrecita y entonces sale uno de vosotros, y cuando llegue adonde yo estoy, sale el siguiente, y así, así…, ¿vale?

-Vale -dijimos nosotros. A los cabos nunca les decíamos «A la orden, mi primero» si no era que estábamos cerca de otro mando.

El «Negro» se asomó otra vez, miró, subió el repecho y avanzó hacia los arbustos. En seguida, notamos que cayó una china en nuestra posición y salió el siguiente. Después otra, y salió «K». Tras la última, me tocó a mí el turno; miré a derecha e izquierda, no vi moros en la costa y eché a correr todo lo agachado que pude. Pero cuando estaba a mitad de recorrido me percaté de que el primero me hacía signos ostensibles para que me quedara quieto y me eché al suelo. Algo habían oído. Aquellos segundos que permanecí tirado en el suelo, tan inmóvil como una muestra, se me hicieron eternos. A los pocos segundos, el primero me hizo un gesto con la mano y yo, reptando nuevamente, pero más deprisa, me aproximé hacia ellos.  Había sido una falsa alarma. Cuando llegué hasta los arbustos estaba exhausto, pero pude recuperar un poco el resuello mientras permanecíamos allí tratando de divisar algo en la oscuridad. Finalmente, el cabo primero decidió que podíamos seguir avanzando.

-Iremos hasta aquellos árboles que están por debajo del camino y nos esconderemos en ellos. Y nada de ruido, ¿eh? Despacito y buena letra, que os quiero a todos enteritos -se notaba que el «Negro» lo vivía y estaba disfrutando de lo lindo.

Y para allá que nos fuimos, en batería y andando casi con las rodillas, muy despacio para no hacer ruido y a tres o cuatro metros de distancia uno de otro. Y todavía nos faltarían unos veinte metros para llegar a los árboles cuando, a nuestras espaldas, el sonido estruendoso de un disparo agujereó el tranquilo silencio de la noche, haciéndolo añicos. Nos echamos al suelo con todo lo puesto y allí no se movió ni el aire. Luego empezamos a oír algunas voces, entre ellas la del teniente Pedraza porque, al parecer, aquel disparo de fogueo no se tenía que haber producido. Alguien había apretado indebidamente algún gatillo. A los pocos segundos, viendo que no ocurría nada más, el cabo primero ordenó proseguir el avance hasta los árboles, pero ahora reptando. Y volvimos, de nuevo, a reptar. Cuando llegamos a los arbolitos yo no notaba ni los brazos ni las piernas ni nada, sólo un cansancio y un sueño que me habían invadido y me habían terminado por conquistar. Estaba práctica y técnicamente muerto, aniquilado; era, más bien, un fiambre antes que un trozo de carne caliente, sudorosa y maloliente.

Antes de continuar, nos quedamos un rato apostados entre los árboles. Yo me recosté un poco de lado, dejando apoyada la mochila en el suelo y así, ladeado, alcé los ojos hacia el cielo y volví a ver a Cassiopea, que continuaba imponente, y a la Osa Menor, con su gran estrella polar refulgiendo con fuerza. Por entre dos estrellitas vi pasar, con un movimiento rápido y constante, propio de un prodigio tecnológico de última generación, a un satélite que podría ser tanto de comunicaciones (que sería lo más probable) como espía (soviético, claro). Y tanto me maravilló aquella visión que (y siento tener que decirlo así) perdí las formas y la compostura, el ardor guerrero, la conciencia y todo el sentido…

…Cuando volví a abrir los ojos, no sabía ni dónde me encontraba ni qué demonios estaba haciendo allí. Sólo sé que no veía a nadie en varios kilómetros a la redonda, y empecé a preocuparme. Me incorporé a duras penas y, de repente, vi que alguien se aproximaba hacia mí. Era «K», que andaba deambulando por los pastos como una sombra en pena y llevaba en el rostro una expresión de verdadera preocupación.

-No hay nadie -dijo, sin más-. Se han ido todos.

-¿Cómo que se han ido todos…? -pregunté sin dar crédito a lo que había oído.

-Pues que se han largado.

-¡Ostia puta!… -murmuré-. Pues habrá que irse cagando leches.

Y sin pensarlo dos veces más, echamos a correr a través de los hierbajos y matojos en dirección a Betrén. Mientras corríamos prado a través queríamos pensar que aún estarían allí esperándonos o que, mejor todavía, no habría pasado tanto tiempo como creíamos y seríamos los últimos en llegar… Pero esa leve ilusión pronto se fue al traste en cuanto llegamos y vimos que no había ni rastro de ser humano alguno.

-¡Joder. éstos ya están el cuartel!…

-¡No jodas!

-¡Será mejor que no perdamos tiempo! A lo mejor los pillamos en la carretera.

Bajando a todo trapo la pendiente de los prados de Betrén hacia la carretera, no veíamos ni dónde poníamos los pies y a punto estuvimos de caer rodando en varias ocasiones. En seguida alcanzamos el asfalto y nada,  ni flores. Por allí no había nadie. No sabíemos ni en qué hora estábamos, e igual podían los doce de la noche que las cuatro de la madrugada. ¡Madre mía, qué marrón…! Pero había que tranquilizarse y serenarse. Por eso decidimos que si nos había de caer algo gordo, daba igual retrasarse cinco minutos más que diez, y enfilamos hacia Viella andando aunque, eso sí, a paso rápido. Además, cabía la posibilidad de que no se hubiesen percatado de que faltábamos nosotros por llegar o, incluso, de que aún faltase alguien más. Entre todas estas consideraciones, llegamos a la curva de Elurra y, ahí sí, convinimos que lo mejor sería correr, por si acaso.

Cuando llegamos al puesto de cadenas no vimos tampoco ni sombra de nadie, y eso ya no me gustó nada. Ni siquiera vi al que estaba de pilón, porque no era a él a quien yo quería ver; a mí me hubiese gustado muchísimo haber visto a las dos secciones entrando alegres y con gran algarabía en la nave de la Compañía para irse a dormir, pero ni por asomo. Y, unos metros más adelante, en el Cuerpo de Guardia, el compañero que estaba de guardia terminó por ponérmelos de corbata:

-Hace ya una media hora que han llegado y el teniente me ha dicho que faltábais dos por llegar -he de confesar que en aquel momento casi me caigo al suelo…

Ya dentro del cuartel, con las piernas temblorosas, echamos a correr hacia el Patio de Armas y, en cuanto llegamos, vimos, en medio del amplio Patio y en medio de aquella penumbra misteriosa que formaba la tenue luz blanquecina de los faroles, la figura del teniente Pedraza, con los brazos cruzados, que nos estaba esperando para recibirnos y darnos las buenas noches.

-¿Qué os ha pasado?

-Es que nos hemos perdido, mi teniente -dije yo. Aquella mentira piadosa era más por vergüenza que por temor al casi seguro castigo.

-Ah, ¿que os habéis perdido? -dijo el teniente con gran paternalismo, como entendiéndolo-. ¿Y por qué habéis venido andando y no corriendo? -su mirada me atravesó como si de un disparo se tratara.

-Bueno…, sí que hemos venido corriendo -esto no recuerdo si lo dije yo o fue «K», pero el que dijera lo hizo con una leve sonrisa en la comisura de los labios.

-¡¡¡No me toméis por imbécil!!!… -gritó-. ¡¡¡Habéis empezado a correr al llegar a Elurra!!!… ¡¡¡¿O es que pensáis que estoy ciego?!!! -aquí se acabaron ya todas las tonterías. Y añadió:

-¡Os apuntáis ocho días cada uno, y podéis dar gracias de que estoy siendo muy benévolo con vosotros! ¡Hala, y ahora os vais a aquella pared -y señaló a la nave oeste, la de los «pistolos»- y os cruzáis todo el Patio (yo, entre mí, pensé: no, no, no…) reptando hasta la otra -y ahora señaló a la nave del gimnasio, justo al otro lado del amplísimo Patio de Armas, y recalco lo de «amplísimo». En aquel momento yo hubiera preferido el calabozo o hasta el castillo de Figueras, antes que ponerme otra vez a reptar, pero comprendí que no era apropiado en aquellas circunstancias hacer ninguna propuesta. -¡Y daos prisa, que me quiero ir ya a dormir! -dijo.

Y diez o quince minutos después, rotos, exhaustos, destrozados física y moralmente, nos incorporamos, fuimos hasta el centro del Patio, donde el teniente seguía sin quitarnos el ojo de encima, nos cuadramos ante él dando un fuerte taconazo (de los más fuertes que he dado nunca) y el teniente nos mandó para la nave, no sin antes decirnos que o nos espabilábamos por nuestra cuenta o él, personalmente, se encargaría de hacerlo.

Y así fue como aquella noche, la más estrellada de todas, fue la noche en la que más repté de todo mi servicio militar y, también, la noche en la que más a gusto cogí la cama.

4 comentarios en “«La noche de las estrellas» (Paco Iranzo)

  1. Muy entretenido el relato……enhorabuena por ello………por el relato,no por la experiencia,claro!!….jaja…saludos!!.

  2. Paco, IMPRESIONANTE relato lleno de nostalgia.
    Recuerdo esa noche, pero yo desde el otro lado en la 1ª sección.
    Pelos como escarpias.
    Saludos

  3. <Joder Iranzu que narrativa mas rica, recuerdo esa noche y perfectamente las sensaciones que trasmites a la hora de contar lo narrado, para mi y desde la distancia ahora todo fue algo especial, maravilloso, lleno de profundas sensaciones que con el recuerdo las saboreo como un manjar, en el que cada bocado me lleva al terreno al olor al cielo al frescor al sonido del garona a la orografia que sobre mis pies bailaba. Esa noche y otras fueron duras pero ricas en sensaciones, para mi el llegar al cuartel y tomar aquella leche endulzada en polvos de cola-cao, bien calentita, tengo su sabor todavia en la boca. Tambien hicimos unas maniobras nocturnas en las que teniamos que tomar el cuartel, una aventura sin precedentes llena de emociones y de tiros, entre las cuadras y las vallas que tuvimos que sortear, disfrutamos de lo lindo.
    Yo escribi un diario personal desde que entre hasta que fui cabo primero, una hazaña personal que siempre es mi mentor en los momentos que me siento flojo o me cuesta hacer las cosas, Iranzu sin duda aquello nos dejo a todos una huella inolvidable llena de experiencias que como la tuya no abrio mas el corazon el alma y no dejo impregnado el rubor de la vida en aquellos años jovenes, insultantes años jovenes.

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